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Cercenada en su etapa más temprana, reprimida cerca de su origen, nuestra empatía instintiva con el entorno terrenal permanece atrofiada en la mayoría de las personas contemporáneas. Así, cada vez que nosotros, los modernos, oímos hablar de los pueblos tradicionales, para quienes todas las cosas están vivas en potencia –culturas indígenas que asumen que hay algún grado de espontaneidad y sentiencia en cada aspecto del entorno perceptible–, esas nociones nos parecen el resultado de un tipo de pensamiento mágico e inmaduro, en el mejor de los casos, una especie de ingenuidad infantil. No importa cuán interesante sea experimentar la tierra como animada y viva, sabemos que esas fantasías son ilusorias y que, en última instancia, se chocarán contra el duro muro de la realidad. No podemos sino interpretar todo lo que oímos sobre esas creencias participativas de acuerdo con nuestra propia capacidad atrofiada para el compromiso empático con el entorno percibido; se trata de una capacidad que fue reprimida en nosotros antes de que pudiera florecer y que por lo tanto permanece inmóvil en nuestro interior, congelada en su forma más inmadura. Cuando nos enfrentamos a estilos animistas de discurso, la mayoría de los modernos solo podemos imaginarlos como una especie de ignorancia infantil, una proyección crédula de sentimientos humanos sobre montañas y ríos, lo cual, para cualquier alma adulta, solo puede equivaler a la locura. ¿Rocas vivas? ¡Sí, cómo no!

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