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Sin embargo, la aparente fijeza e inercia de las rocas se mantiene así más por una serie de conceptos heredados que por una experiencia sensorial directa del mundo mineral. Uno de esos conceptos (tan familiar en la era moderna como en la Edad Media) es el que opone la inercia de la pura materia a la vibración del espíritu puro, y sostiene que la materia sensible es vacía y carente de vida sin el influjo del espíritu, sin el fuego brillante que desciende desde un reino divino que está más allá del cosmos físico para inspirar y animar la materia apagada del mundo. Esa vieja noción, muy enraizada en nuestro lenguaje occidental, ordena prolijamente las cosas del mundo experimentado en una jerarquía escalonada –«la gran cadena del ser»– en la cual los fenómenos compuestos solo de materia están más alejados de lo divino, mientras que los que poseen mayor grado de espíritu están más cerca de la libertad absoluta de Dios. Según la distribución del espíritu, las piedras no tienen voluntad ni experiencia alguna; los líquenes tienen solo un grado mínimo de vida; las plantas tienen un poco más de vida, con un grado rudimentario de sensibilidad; los animales «bajos» son más conscientes aunque están atrapados en sus instintos; los animales «altos» tienen una conciencia más real, mientras que los humanos, solos en este mundo material, son inteligentes y están verdaderamente despiertos.

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