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Cada cosa organiza el espacio a su alrededor, se aleja o se acerca furtivamente a otras cosas; las llama, les hace gestos y señales o lucha contra ellas por nuestra atención; las cosas se exponen al sol o se retraen a las sombras, gritan con sus colores chillones o susurran con sus semillas; las rocas toman esporas de líquenes del aire y cobijan arañas debajo de sus flancos; las nubes conversan con el azul insondable y se metamorfosean entre sí, vierten sobre el suelo la lluvia que se acumula en riachuelos y talla los cañones; los rascacielos rebanan los vientos y discuten sobre los techos de las casas; el ritmo percusivo del subterráneo debajo de la calle obliga a cantar a dúo a las retroexcavadoras y las aves cantoras. Las cosas «atraen nuestra mirada» y a veces no la sueltan; «captan nuestra atención» y nos hacen fijar la vista, y al fin nos dejan ir para volver a disolverse en el mundo superabundante. Ya sean eufóricas o taciturnas, exuberantes o exhaustas, todo gira y tiembla; la angustia, la ecuanimidad y el placer no son primero estados de ánimo internos sino pasiones que nos otorga el terreno caprichoso.

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