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Cipreses de color negro esmeralda bailan con el cielo que se oscurece, sus hojas crean ondas en el aire nocturno.

Una mesa de billar se mantiene apartada de las otras mesas y sillas dispersas, todas en buenos términos con los listones de madera del suelo y las lámparas que proyectan su brillo tartamudeante sobre la habitación.

Guijarros tumbados unos sobre otros conversan con las mil briznas de hierba; rumores que corren entre los pastos y se dispersan luego hacia las montañas azules y los álamos que se mecen. Una nube blanca se inclina sobre las montañas y escucha.

Un río fluye a través de un barranco, llevando su flujo arremolinado a los acantilados turbulentos y los arbustos que parecen llamas, y a los viajeros que cargan sus mochilas junto a su curso. Cada cosa, cada ser, está en relación constante con las entidades y elementos que lo rodean; negocia su paso y ejerce su participación en la emergencia permanente de lo que es.

Las estrellas hacen que la noche gire y se tambalee a su alrededor, se llaman unas a otras y a la luna creciente; las estrellas de Vincent no están situadas en el espacio sino que despliegan y secretan activamente el espacio que hay entre ellas. Pues no hay espacio a priori, no hay un mundo inerte ni un fondo contra el cual las cosas empiezan a existir; el cosmos no es más que ese intercambio abierto y en desarrollo entre las fuerzas que lo componen. No hay piedra o nube que quede absuelta de esta actividad pasional, no hay ladrillo ni pincelada que no participe en la cocreación del momento presente.

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