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Ese sentido renovado de la vista, ese modo de recibir lo sensorial en toda su misteriosa y multiforme extravagancia, es el gran regalo de la obra de Van Gogh. Su visión, en virtud de su intensa compasión por cualquier cosa que tuviese enfrente, afloja la cerradura de nuestros propios sentidos. Es raro que una persona salga de una exposición de pinturas de Vincent y no note que los arces en fila en la calle, que flexionan las ramas y empujan sus raíces debajo del pavimento, son más verdaderos y vibrantes y también más visibles que antes, o que los antes plácidos edificios al otro lado de la avenida ahora se empujan y se atropellan unos a otros, compitiendo por el cielo.


Un cuervo se lanza desde uno de los pinos cercanos y nos sobresalta con el golpe seco y rítmico de las alas que chapotean en el aire azul. Si sigues su trayectoria con la vista, mirando cómo la figura negra se hace pequeña en la distancia, notarás a lo lejos una cinta de color verde vívido incrustada en el verde más oscuro de los árboles de agujas. Esa cinta está formada por las hojas brillantes de los álamos que crecen a lo largo del arroyo que serpentea por este valle. Por la sequía actual, en pleno verano el lecho del río estará seco, pero hoy –a mediados de la primavera– es probable que haya una buena corriente entre las rocas. Acerquémonos hasta allí: hay un lugar en particular, junto a la corriente, que tengo ganas de mostrarte.

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