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–Bromeas –digo, exasperado–, ¿cómo puedes decir eso? ¡Acabo de ver cómo te tambaleabas hacia atrás al ver por primera vez la cara de esta roca! Fue un movimiento físico bastante obvio en el mundo material real, y cualquier pájaro que mirara desde su posición elevada en los álamos estaría de acuerdo conmigo. Tu movimiento fue bastante palpable. ¿O vas a hacer de cuenta que no fue así?

–Hmmm… Bueno. Supongo que en este caso fue un movimiento real y físico.

–¡Con más razón! ¿Todavía quieres que finja que la roca solo nos mueve de una manera mental, o podemos admitir que fue una acción física y corporal como consecuencia de la presencia potente de este otro ser? ¿Podemos admitir que tu cuerpo viviente fue movido de modo palpable por ese otro cuerpo, y por ende que tú y la roca no están relacionados como un «sujeto» mental y un «objeto» material sino como un tipo de dinamismo con otro, como dos maneras diferentes de ser seres animados, dos maneras diferentes de ser seres de la tierra…?

Te quedas en silencio, pensando. Te veo mirar hacia atrás, hacia la pared de roca, cuestionándola, sintiendo la superficie acechante de su masa dentro de tu torso, escuchando con tus músculos y la silenciosa composición de tus huesos lo que esta presencia antigua y esculpida quiera agregar a la conversación. Veo que te recuestas sobre el suelo pedregoso, entregándote al refugio de la arenisca que sobresale por encima de nosotros, invitando al abrazo fresco de su sombra. El agua gotea cerca de tu cara. La quietud, la calma de esta roca es su actividad misma, el gesto firme con el que entra y altera tu vida.

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