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Al otro lado del arroyo se eleva un gran peñasco de arenisca, tallado con largas estrías laterales por siglos de flujos de agua. El peñasco se inclina sobre el arroyo y eclipsa gran parte del cielo. Mientras tus ojos suben por su cara, miro cómo se abre tu boca y veo cómo se doblan tus rodillas cuando te agachas. Te escucho decir «wow».

«Sí…». Miramos con atención la cara esculpida de esta roca, dejando que sus circunvoluciones guíen nuestra conciencia por las curvas y caídas de su superficie rubicunda. Después vadeamos el arroyo para apoyar las manos sobre ella.

Luego de un rato rompo el silencio.

–Es raro que tanta gente acepte la noción de que la piedra es inanimada, de que la roca no se mueve. O sea, a mí este peñasco me conmueve cada vez que lo veo.

Suspiras en voz alta:

–Ay, vamos, Abram, estás exagerando. Ese supuesto movimiento del que hablas cuando dices que «esta roca te conmueve» no es más que una metáfora. No es un movimiento real en el mundo material sino una sensación interna, una experiencia mental que no tiene nada que ver con este peñasco en particular.

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