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Los lienzos de Vincent no habrían podido tener un efecto tan catalítico si ciertos supuestos religiosos acerca de la distancia entre la humanidad y la naturaleza terrenal no hubiesen empezado a derrumbarse, y si la moderna separación entre «sujetos» y «objetos» no hubiese empezado a resquebrajarse para dar lugar a que se hiciera sentir una posibilidad más primordial, si bien de manera sutil. Pero en las primeras décadas del siglo xx, los ojos humanos ya habían aprendido y habían sido transformados por esos curiosos lienzos de gruesas capas y pinceladas vehementes que recorrían el mundo y sacudían la visión de muchos artistas, provocando nuevos estilos e incitando nuevas reacciones. Muy pronto las reproducciones de esas pinturas empezaron a diseminarse cada vez más en libros y en láminas y pósters en innumerables paredes. Y así, poco a poco, algo se abrió en nuestra visión. Los músculos diminutos de nuestros ojos se relajaron y dejaron su rígida postura habitual para responder al encanto irresistible de estos paisajes vivos, y aprendieron a darle la bienvenida a los objetos comunes, subestimados –chimeneas, yuyos, ramas agitadas por el viento– dotados ahora de espontaneidad y voluntad.

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