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Una y otra vez se sale de sí mismo por los ojos para sentir el silencio arrebujado de los olivares y probar el éxtasis de las hojas que se iluminan con el sol naciente. Y una y otra vez se deja invadir a su vez por lo visible: por la languidez del mediodía en los campos de heno o el ánimo huraño de la cara de un vecino. Aunque le escribe seguido a su hermano y a algunos amigos (cartas de una franqueza y bondad luminosas), solo en el acto de dibujar o pintar es capaz de dar expresión a esa relación continua, al volver a ofrecer a lo visible un rastro de aquello que lo visible vierte todo el tiempo en su pecho.

Es así como sus pinturas son ventanas a través de las que vemos una tierra no menos viva e inteligente que nosotros.

De vez en cuando se reúne con esmero un puñado de lienzos de Van Gogh y se los coloca en la pared de algún eminente museo. Multitudes de personas de diversos orígenes viajan entonces a ese lugar, mes tras mes, para mirar a través de esas ventanas hacia un cosmos que muchas veces los asusta con su intensidad, pero en el que, sin embargo, se sienten misteriosamente en casa. Muchos vuelven a la exposición una y otra vez. El número de personas, viejas y jóvenes, ricas y pobres, que esperan para desplazarse por las salas del museo y mirar esos lienzos feroces, es siempre mayor al de las que llegan atraídas por cualquier otro pintor; esto ha sido así por muchas décadas.

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