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Incluso en sus llamadas naturalezas muertas, no hay nada que sea inerte o inanimado. La pipa del artista, un plato, dos cebollas, una caja de fósforos: cada ser se irradia al mundo que lo rodea, y cada uno es afectado (incluso infectado) por los otros, del mismo modo en que una botella vacía, transparente como un ojo, da cohesión a la sala.
En otra pintura, un par de zapatos gastados, vacíos sin los pies de su dueño, hablan elocuentemente –con sus arrugas suaves, sus raspones verdes y la oscuridad que contienen– de esa otra vida que los posee en silencio y de la tierra ondulante sobre la que caminan juntos. Y así, ese lienzo discreto imparte una sensación de amistad sencilla: la reciprocidad respetuosa entre una comunidad y el suelo que la sostiene, la cordialidad entre dos vecinos, incluso la amistad entre dos zapatos que descansan sobre el suelo de baldosas.
De una inteligencia feroz, pero con una sensibilidad muchísimo más porosa que la mayoría de las personas, Van Gogh no pudo, o no quiso, abstraer su intelecto de su realidad corporal, no estaba dispuesto a abandonar la miríada de cosas, a domesticar sus sentidos y reprimir el eros ininterrumpido entre su carne y la carne de la tierra.