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Luego de haber estado a la deriva en medio de palabras y oraciones por un largo rato, alzo la vista y me encuentro una vez más con la piedra, serena en la misma posición, que mantiene su forma familiar contra los árboles y el cielo azul, aunque la sombra que proyecta sobre el suelo ha cambiado. Vuelvo a mi trabajo. Luego de una hora más o menos, vuelve a atraer mi mirada; el cielo detrás de la roca ahora está cubierto de espesas nubes y su sombra se ha incorporado a la sombra general, pero aun así la piedra mantiene la misma posición. De pronto me sorprende la sensación del inmenso esfuerzo que haría falta para mantenerme en una postura tan estable durante tanto tiempo sin moverme ni un ápice. Mantenerse en una posición constante, de modo de seguir portando esa misma forma, y así una y otra vez, hora tras hora, día tras día… ¡debe llevar mucho esfuerzo! Claro que la roca no tiene que lidiar con la inquietud loca que aqueja a un ser hecho de músculos como yo. Pero mantener la cohesión en un cosmos que se separa constantemente, prevalecer año tras año contra la succión de la entropía parece ya implicar una cierta terquedad, una obstinada persistencia que pasamos por alto cuando pensamos en el «ser» o en la pura existencia como un acto puramente pasivo. Y así me encuentro mirando esa roca con un nuevo asombro, una nueva apreciación por su energía compacta, la actividad salvaje que demuestra con su simple presencia.

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