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Ese es el terreno que esbozó y pintó un intenso y solitario joven holandés, nacido de una larga línea de pastores en 1853. Aunque su primera carrera fue la de predicador, la pasión de Vincent no podía contenerse en esa instancia que negaba el cuerpo mientras se esforzaba por alcanzar una belleza más allá de lo visible; su pasión recaía en el mundo. Y cuando su fe intelectual en una verdad más allá de lo sensorial empezaba a menguar, se encontró de golpe inmerso y arrastrado por una fe más implacable que la de cualquier creencia: la fe antigua e inagotable del cuerpo humano en la tierra viva, las hojas que susurran, el río que serpentea y la noche y la bondad del sol. Sus sentidos se abrieron de par en par como girasoles que esparcen sus semillas y así empezó a pintar el mundo que emergía.

En las pinturas de Vincent van Gogh no hay nada que no esté vivo. No hay ningún punto en el cielo pleno de luz que no tenga su propio dinamismo temporal, su propio ritmo, su pulso. El paisaje respira. Y cada presencia, cada terrón del suelo, cada piedra y cada tallo de trigo están en diálogo vibrante con los seres que lo rodean.

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