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Para un niño pequeño, la conciencia es una cualidad ubicua del mundo. Nos equivocamos al suponer que la conciencia es un rasgo interno del ser humano que primero se despliega en el niño, quien luego aprende a atribuir la misma cualidad a otras personas y quizás la «proyecta» sobre el mundo circundante de cosas y seres. Más bien, el recién nacido emerge a la conciencia como a un nuevo medio. Lo que más tarde objetivamos como «conciencia» es al principio una especie de elemento anónimo que define la sustancia misma de la existencia y que resplandece de extraños placeres, deseos y dolores. Solo gradualmente empieza a aparecer una especie de lugar dentro de ese campo flotante de sentimientos, una sensación incipiente de «aquidad» [here-ness] que emerge de la plenitud anónima y omnidimensional. Ese sentido cristalizado del propio cuerpo como lugar general de la conciencia no surge por sí solo sino acompañado por un sentido incipiente de la otredad rudimentaria del resto del campo de los sentimientos. En otras palabras, la experiencia más temprana de individualidad surge junto con la experiencia más temprana de la otredad. La conciencia propia nace de una ruptura en el marco de un anonimato más primordial, cuando uno comienza a localizar las propias sensaciones en relación con las sensaciones y sentimientos que están, de algún modo, en otra parte, y por lo tanto en relación con una conciencia que no es la propia sino del resto del mundo.

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