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Individuos robustos, musculosos, cada uno con su vector y su estilo único –vetas ondulantes como el jazz entre un cúmulo de nudos, o que orbitaban en torno a un nudo enorme allí donde alguna vez había crecido una larga rama que sobresalía del tronco, o quizás vetas lisas y suaves de una punta a la otra– cada uno de los postes de madera estaba imbuido de un carácter particular. Y me di cuenta, con cierta sorpresa, de que yo ya conocía esos poderes, que las líneas fluidas que atravesaban cada viga, los remolinos y las ondas en la fibra de cada poste se habían convertido de algún modo en algo familiar para mis sentidos, aunque nunca les había prestado atención consciente a sus patrones sinuosos. Las vigas de esta casa habían estado conversando en silencio con mi cuerpo de criatura en el transcurso del año, persuadiendo a mis ojos y a mis dedos errantes en innumerables momentos de distracción, y ahora noté que ya los conocía como individuos, es decir, que los conocía sin conocerlos, hasta esa noche, cuando de repente rompieron el callo frío de mis suposiciones y me obligaron a reconocer el intercambio silencioso, ese lenguaje más viejo que las palabras que mis extremidades musculosas hablaban con total fluidez. Hacer ese descubrimiento, de pie entre todas esas vigas de madera y las sombras de luz de luna que proyectaban en las paredes y el suelo, me trajo de vuelta a mí mismo, enraizó mi mente en el suelo fértil de mi cuerpo vivo, y así pude saborear los ladrillos con los pies y las corrientes de aire que me lamían la cara, pude incluso sentir el viento que se arremolinaba afuera bajo los aleros y soplaba sobre el tejado.

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