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Entrar en la sombra de esta montaña es entrar directamente en su influencia, dejar que aclare tus sentidos a medida que el ritmo de tu respiración se ajusta al suyo, al estilo de su clima. Entrar en la sombra es volverse parte, aunque solo sea por un momento, de la vida de la montaña. Así como las sombras no son solo formas planas proyectadas sobre el piso (sino más bien espacios densos y voluminosos), tampoco son cantidades mensurables, meras consecuencias del sol y su interrupción. Las sombras son atributos cualitativos de los cuerpos que las secretan. Son reinos dependientes del tiempo, que cambian sus contornos con la hora y la estación, zonas de vida momentáneas donde la montaña o la roca o el cuerpo que proyecta sombra envuelve y reúne silenciosamente una variedad de otros cuerpos bajo su dominio. La sombra es un espacio y un tiempo delimitados donde la montaña es libre para dispersarse, hacerse sentir en toda su franqueza y atraer a un grupo de otras entidades y elementos a un vecindario común: una zona de alianzas y reciprocidades habilitada por el refugio silencioso de su sombra. El poder de la montaña es como un monarca benévolo que se quita la túnica dorada que usa a diario ante los ojos del mundo, se pone unas ropas discretas y se escabulle por la puerta trasera del palacio para vagar por el vecindario cercano nada menos que como él mismo. A pesar de su atuendo humilde, los plebeyos perciben su carisma y caen bajo la órbita de su porte real, y así surge entre ellos una nueva camaradería aunque más no sea por algunas horas. Hallarse bajo la sombra de una montaña es hallarse expuesto de repente a la vida privada de la montaña, sentir su enorme y múltiple influencia sobre el mundo que yace debajo, entrar en el poder gravitacional de su inteligencia, una sagacidad que ya no se disuelve en el resplandor deslumbrante del sol.

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