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Noche es el nombre que le damos a la sombra de la tierra. La sombra que se come todas las otras sombras. Poco a poco, el ancho planeta se interpone entre nuestros cuerpos animales y el sol; los contornos se difuminan, las formas y los colores se vuelven inciertos, el mundo cercano pierde su realidad tajante y una nueva profundidad, al principio suave y atractiva, empieza a extenderse sobre los árboles. Unas pocas motas de luz aparecen en el azul cada vez más intenso, como fogatas en un valle lejano. El fondo de ese valle pronto da paso a un cañón más profundo, luego a un desfiladero, luego a un abismo insondable; mil o diez mil estrellas brillantes iluminan sus distancias inmensas.

Y así como la sombra que proyecta la montaña nos abre a su inteligencia taciturna cuando entramos dentro de sus confines, del mismo modo la sombra gigantesca de la tierra se apodera de nosotros y nos saca de nosotros mismos para llevarnos a la conciencia de la Tierra. Nos abre a esos seres que de día están oscurecidos por la atmósfera bañada de sol y que sin embargo pueblan la misma extensión vasta en la que habita nuestra Tierra: los planetas hermanos con los que comparte la casa del sol y también las otras casas innumerables, algunas cercanas y la mayoría terriblemente lejanas, que componen junto con nosotros el vecindario local del infinito. O tal vez deberíamos hablar de esas luces titilantes como de cuerpos, vidas solitarias pero exuberantes que se comunican con pulsos electromagnéticos a través de las hondas profundidades, curvando el tejido del espacio-tiempo a su alrededor.

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