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Esta sombra viva renace cada amanecer, o, mejor dicho, la sombra es lo que queda de la noche a medida que la oscuridad nocturna huye ante el avance del sol naciente. Estoy de visita en casa de un amigo en los suburbios de una gran ciudad, de pie en su jardín, paciente y quieto, como los árboles al otro lado de la calle. De espaldas al amanecer veo que, mientras se escabulle, la noche va dejando detrás una parte delgada de sí misma, una astilla de anochecer que va desde mi cuerpo al horizonte occidental; un pedazo de noche que de a poco se despega de la madre oscuridad y se agrupa en el lugar donde yo estoy parado. Esta esquirla de noche residual se acerca cada vez más a mí a lo largo de la mañana –su borde visible en el suelo se va solidificando poco a poco mientras sus extremidades se ensanchan– hasta que, por sus proporciones, veo que es un eco claro de mí mismo. Cada uno imita los movimientos del otro en el reino sombrío que se abre entre los dos. A mi alrededor entreveo otras tajadas sobrantes de noche que se agrupan en dirección a otros cuerpos erguidos, hacia árboles y postes de teléfono, casas y tomas de agua y una ardilla que se detiene un momento a pensar. Sigo de pie mientras pasan los coches y los niños juegan. Una bandada de estorninos se posa en un cable de teléfono, silbando y sacudiendo las alas, luego se van. Hacia el mediodía noto que mi sombra parece estar infiltrándose en mi cuerpo; a las doce en punto ya ha sido casi completamente absorbida por los poros de mi piel y –aparte de una pizca de sombra en mi costado norte– no se la ve por ningún lado. Los insectos alados no pierden nada de su brillo cuando zumban o pasan revoloteando en el aire radiante. La sombra, mi noche personal, se ha abrazado a mí, nos hemos vuelto indistinguibles.

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