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En otras palabras, identificamos a nuestra sombra con esa silueta visible que vemos proyectada en el pavimento o la pared blanca. Como lo que vemos ahí es un ser sin profundidad, suponemos desde luego que las sombras son básicamente planas, y si un niño curioso nos pregunta sobre la vida de las sombras tendemos a responder que existen solo en dos dimensiones.
Pero supongamos que, esa misma tarde, un abejorro va desde una fronda de tréboles hasta un cúmulo de flores en un matorral al otro lado de la calle, y que al hacerlo pasa entre mí y la forma plana que proyecta mi cuerpo sobre el pavimento. El abejorro iluminado por el sol viene zumbando hacia mí como un cohete errático y ebrio contra el cielo de asfalto, y entonces cruza en el aire la frontera invisible. Su fulgor se apaga al instante, el sol ya no lo cubre: se ha metido en la zona de oscuridad claramente delimitada que flota entre mi piel opaca y la silueta humanoide que yace sobre la acera… hasta que, un momento después, el abejorro sale zumbando por el lado opuesto de esa zona y emerge de nuevo al resplandor del día.