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El aturdimiento celestial en el que antes flotabas se ha retraído hacia la periferia de tu conciencia, el último rastro de esos fantasmas etéreos se disipó frente al aliento robusto de los colores profundos y los olores obscenos, poderes telúricos de una acritud que refleja el sudor y la fuerza de tus piernas mientras presionan una después de la otra contra el suelo. En compañía de las matas de pasto y las ranas has cruzado un umbral cuya influencia, aunque no reconocida en la era actual, sigue siendo tan potente como siempre. Y así has entrado en un reino diferente, en un paisaje mental diferente.

Has entrado en el país de la sombra. Y una presencia vasta e inquietante, que momentos antes se ocultaba detrás de la gasa de luz, ahora camina despacio hacia ti por el aire depurado. Es el cuerpo vivo de la montaña.


Una de las marcas de nuestro olvido, uno de los innumerables signos de que nuestras mentes pensantes se han distanciado de la inteligencia de nuestros cuerpos sensibles, es que hoy en día muchas personas parecen creer que las sombras son planas. Si voy paseando por la calle en una tarde despejada y noto un parche de oscuridad que cambia de forma y me acompaña mientras camino, extendido sobre la calle y perpendicular a mi yo erguido, con apéndices que se estiran y se acortan con el balanceo de mis extremidades, enseguida identifico a esta franja horizontal como mi sombra. Como si una sombra fuera solo una cosa plana, un panqueque cinético, una criatura bidimensional que uno pudiera despegar de la calle y colgarla del cable telefónico más cercano.

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