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Esta capacidad ancestral del habla subyace y sostiene necesariamente todos los otros roles que ha adquirido el lenguaje. Tanto si usamos nuestras palabras para describir un paisaje, analizar un problema o explicar cómo funciona algún dispositivo, ninguno de esos roles sería posible sin el poder primordial del habla para hacer que nuestros cuerpos resuenen unos con otros y con los demás ritmos que nos rodean. La llamada otoñal de los alces hace eso mismo, al igual que el eco de los graznidos de los gansos que en el invierno vuelan hacia el sur. Esas capas tonales de sentido –el estrato de expresión espontánea, corporal, que las culturas orales utilizan constantemente y las culturas letradas olvidan con demasiada facilidad– es la misma dimensión del lenguaje que nosotros, los bípedos, compartimos con otros animales. La compartimos, además, con el murmullo y el gemido del viento invernal entre las ramas afuera de mi estudio. En primavera, los capullos de esas ramas se abrirán con hojas nuevas, y en verano el viento hablará con mil lenguas verdes cuando corra entre esos mismos árboles liberando un coro de susurros, crujidos y repiqueteos intensos, muy diferentes de los suspiros graves y quejumbrosos del invierno. Y todas esas hojas parlanchinas alimentarán mis pensamientos cuando el próximo verano me siente junto a la puerta abierta a escribir y reflexionar.

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