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El lenguaje oral fluye a través de nosotros: nuestras frases sonoras son transportadas por el mismo aire que nutre los cedros e hincha los cúmulos de nubes. Inmóviles, dispuestas sobre la superficie plana, nuestras palabras tienden a olvidar que su sostén es esta tierra azotada por el viento y empiezan a imaginar que su principal tarea es proporcionar una representación del mundo (como si estuvieran afuera y no fueran realmente parte de él). No obstante, el poder del lenguaje sigue siendo, antes que nada, una manera de entrar cantando en contacto con los otros y con el cosmos, una forma de superar el silencio que hay entre uno mismo y los demás, o entre uno mismo y un oso pardo o la luna creciente que se eleva como una vela inflada sobre el tejado. El don principal del lenguaje, ya sea que suene en la punta de la lengua, esté impreso en la página o brille en la pantalla, no es re-presentar el mundo que nos rodea sino llamarnos a la presencia vital de ese mundo y a una presencia profunda y atenta entre nosotros.

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