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Hace falta recordar que el objetivo de la curva de valor es encontrar una cualidad diferencial, pero no cualquiera ni de cualquier modo. Puede que la descubramos, pero lo más probable es que debamos construirla. Tanto en un caso como en otro, conviene tener en cuenta estos elementos clave:

 Foco. Lo importante no eres tú, sino la gente con la que te relacionas.

 Percepción. La cualidad que te diferencia no tiene por qué ser medible. Basta con que sea percibida por los demás. Es decir, puede ser tangible o intangible, real o imaginada.

 Única. El factor diferencial debe ser uno y potente, percibido como propio y especial. Si es demasiado común o numeroso, deja de ser una característica preciosa.

 Relevante. Que esa cualidad sea, si es posible, un elemento determinante y valioso.

Lo descrito es una interpretación de la clásica USP (Unique Selling Proposition, Propuesta Única de Venta), acuñada entre los años cuarenta y cincuenta del siglo XX por Rosser Reeves, que se empeñó en encontrar alrededor del producto la fuente de la ventaja competitiva. Una fuente que perdió caudal con la imposición del concepto brand image o imagen de marca que su contemporáneo David Ogilvy practicaba, ya que, como proclama Marçal Moliné: «La marca es lo que realmente poseemos. Todo lo demás lo tienen todos nuestros adversarios» (1). O, lo que es lo mismo, el producto es físico, imitable y vulnerable, la marca es psicológica, defendible y fuerte. Y mancha menos, por eso el beneficio no se extrae del anodino objeto y su función, sino de la experiencia de uso, y se asocia a factores emocionales. Por eso también las fábricas están alejadas del universo de la marca; se diría que son un mal necesario. No son sexis ni glamurosas, qué le vamos a hacer. Y por eso también surgieron las identidades, las personalidades, los valores de marca. Y todo esto suena tanto a apropiación indebida de cualidades humanas que mejor no dejarlo pasar por alto.

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