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El hombre del acordeón

Silvia lleva una eternidad de años viviendo en España, aunque recuerda cada día su infancia y primera juventud argentina. Emigró, como muchos, porque la dictadura y la falta de oportunidades empujaron a su familia hacia la madre patria, en la que ha forjado su carrera, contraído matrimonio y fundado su propia familia. La vemos haciendo transbordo en el metro de Diego de León hacia la línea 6 Circular. Camina por un largo pasillo al final del cual hay un recodo de noventa grados que enfila otro pasillo de similar longitud. Allí está el acordeonista, es habitual en muchas estaciones que los músicos monten su pequeño tenderete para conseguir unas monedas. El intérprete está atacando el Canon de Pachelbel, una pieza clásica archiconocida. Silvia la ha oído hasta en la sopa, que es como decir en los ascensores, salas de espera o contestadores de muchas centralitas. Tocada por un acordeonista mediocre, además, el resultado es cutre: la insistencia del chelo con las teclas bajas, el dibujo de los violines con las aflautadas… un horror. Silvia pasa de largo, camino de su cita, y se olvida pronto de la cansina sintonía.

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