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Bastante difundidas, especialmente en los años 70 y 80, fueron salones equipados de manera particular llamados “laboratorios de matemática”. Se trata de verdaderos laboratorios didácticos en los que los estudiantes construyen (en el verdadero sentido concreto de la palabra) objetos relacionados con la matemática: máquinas eléctricas para hacer cálculos, instrumentos para estudiar las transformaciones geométricas, máquinas lógicas para estudiar los conectivos... (Caldelli, D’Amore, 1986). Hubo años muy intensos de trabajo alrededor de esta idea que tiene indudables frutos muy positivos en el plano didáctico – cognitivo, dado que se instauran mecanismos relacionales (maestro - estudiante) muy particulares y relaciones cognitivas (estudiante - matemática) de extremo interés teórico (D’Amore, 1988, 1990-91).

Es obvio que esta actividad en laboratorio se configura al interior de la así llamada’“pedagogía activa”: el muchacho construye, y en nuestro caso no sólo metafóricamente, sino concretamente, con las propias manos, objetos que demandan conocimiento. Los conceptos son el resultado de la elaboración de proyectos que deben ser examinados meticulosamente por la experiencia. El producto debe pensarse a priori porque tiene un objetivo declarado y esperado, pero después debe verificarse su eficacia.

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