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«¿Se va, jefe?», preguntó Santos, ansioso. «Me estoy congelando. Necesito algo de ejercicio».
«Esta noche no, lo siento».
«¿Cómo?»
«Estamos aquí de apoyo».
«¿Inoperativos?», intervino Koontz.
«Así es».
«¿No pueden estos mestizos arreglárselas sin llamarnos para vigilar que no se ensucien demasiado mientras comen?»
«Así es, Santos».
«¿Ordenes, señor?», preguntó Peterson.
«Las órdenes son permanecer detrás de mí. No quiero ningún cowboy. Si ves algo que el detective Handicott o el equipo de Kenney pasaron por alto, infórmame. Nada más».
«Qué timo», se quejó de nuevo Santos.
«Sí, paga diaria, sin alcohol y ahora burdeles bajo llave. Tiempos difíciles», comentó Mason con sarcasmo.
En el puente de Harlem, entre la Segunda Avenida y la calle 124 Este, en las inmediaciones del parque Cuvillier, Kenney y Handicott llevaban meses trabajando en una red de prostitución de lujo que, según la investigación, incluía, entre los muchos nombres prestigiosos de la alta sociedad neoyorquina, también a peces gordos del mundo de las finanzas y la política. Un negocio que confluyó en el edificio que veinte agentes de Manhattan observaban esa tarde en una mezcla de tensión, euforia y adrenalina.