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Le llevó no menos de cuarenta minutos revisar las copias de los registros de Samuel Perkins. Los originales estaban en manos del equipo de Matthews, por supuesto. En cualquier caso, el conjunto resultó casi inútil. Había direcciones, horarios y pagos. Junto a las tablas rellenadas con una letra indudablemente masculina, alguien había escrito notas kilométricas. Probablemente una secretaria de Sunshine encargada de vigilar que los precios se correspondiesen con la ruta y el tiempo que se tarda en llegar. De lo que se pudo averiguar, se obtuvo que Samuel Perkins era un conductor dedicado y casi infatigable: había muchos turnos de noche, al menos cuatro a la semana, y el doble turno casi constante de unas 16 horas. Sin embargo, no encontró destinos recurrentes que le llamaran la atención. Los registros se detuvieron cuatro días antes de la muerte de Elizabeth. Antes de levantarse, anotó una dirección, quizá la única que había aparecido tres veces en los dos meses anteriores. No era nada del otro mundo, pero no dejaba de ser algo en una ciudad que tenía más taxis que coches privados. Era una dirección en Nueva Jersey. Apagó la lámpara del escritorio y salió de la habitación, llevándose el expediente. Llamó a la puerta de la señora Darden y, cuando esta le invitó a entrar, dio las gracias y se quedó en el umbral, con la espalda apoyada en el marco de la puerta y la mano en el picaporte entreabierto.

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