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Por detrás de los dispositivos disciplinarios se lee la obsesión de los “contagios”, de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden1.

Mientras escribo este prólogo —marzo 17 de 2020— me encuentro autoconfinado en mi casa junto con mi esposa, mi hijo de 17 meses y mis padres de 72 y 80 años. El fin de semana anterior fui a buscar a mis padres a la ciudad en la que actualmente viven para llevarlos a una casa en medio de la montaña, temiendo su exposición al contagio del covid-19, que según los datos recogidos hasta ahora puede resultar mortal para las personas que se encuentren en ese grupo etario y con ciertas condiciones previas. Ellos viven en una ciudad intermedia, de 200 mil habitantes, a escasos 20 kilómetros de la capital, en donde la mayoría de ellos trabaja o estudia para volver tarde en la noche a dormir en sus casas. Aunque apenas hoy se detectó el primer caso en esta ciudad, la rutina de la vida diaria apenas se ha perturbado, en una suerte de tensa calma antes de la tempestad de la pandemia.

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