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Ahora bien, frente a los retos del siglo XXI es preciso que el sistema democrático pueda conservar sus virtudes; por ejemplo, su capacidad para combinar beneficios ciertos y reconocimiento personal148, que es justamente lo que no está ocurriendo, pues mientras las soluciones a los problemas comunes dependen cada vez más —por el desarrollo tecnológico— de la pericia técnica de los expertos (los tecnócratas), las demandas de reconocimiento se diluyen en el individualismo emotivo de las redes. En otras palabras: la experiencia colectiva en la lucha política, esencial para el florecimiento de la democracia, está desapareciendo en parte por la crisis de los partidos políticos que ya no son la correa de transmisión de las demandas populares o de horizontes esperanzadores de largo plazo.

No cabe duda de que la revolución digital y su evolución acelera el proceso que debilita la representación tal como antes se entendía, pues son las multinacionales o gigantes tecnológicos apoyados por determinados gobiernos de las grandes potencias los que brindan las soluciones y alternativas, haciendo creer que su tecnología puede proporcionar reconocimiento en forma generalizada. Enfrentar estos problemas forma parte de la lucha por lograr una renovada y cercana representación. Esa es una de las batallas cívicas que se avecinan.

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