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Lo que en nuestros días se denomina ciudadanía social es aquella en la que el ciudadano goza de derechos civiles o libertades individuales, de derechos políticos y de derechos sociales garantizados por el Estado social de derecho. Satisfacer esos derechos, aunque sea aproximadamente, es una exigencia para que las personas se sientan miembros de una comunidad política.

La ciudadanía actual implica la aceptación de las diferencias cuyo único límite, dice Fernando Mires, es que en nombre de las ellas alguna cultura dominante se arrogue el derecho de romper esa norma ciudadana. Una de las condiciones que ello impone tiene un carácter ético, es decir, saber convivir con diferencias en un mismo territorio, siendo la otra la aceptación de una legalidad común a todas las culturas que conviven en ese territorio. Ambas condiciones establecen las diferencias entre integración y asimilación, dos conceptos que usamos con frecuencia. La primera implica conservar la propia identidad, mientras que la asimilación supone el abandono de la identidad propia en función de otra. «La integración es una necesidad, continúa Mires, si es que no se quiere vivir como náufrago en una sociedad ajena. La asimilación es una opción, en algunos casos muy comprensible. No obstante, una cultura que por ser oficial o dominante exige la asimilación de otras no puede ser una cultura democrática»48. Frente a ello, recordemos que el uso continuo de modalidades de la democracia directa es una herramienta ad hoc para exigir la imposición de una cultura dominante irrespetuosa de las demás. Aceptado el concepto actual de ciudadanía, veamos otro debate entre dos filosofías políticas reconocidas y de indudable influencia.

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