Читать книгу Tradición y deuda. El arte en la globalización онлайн

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Demostraré que la episteme curatorial surge a partir de tres fases superpuestas. Se inició durante la década de 1980 mediante un proceso de “desregulación de la imagen”, en el que los estándares eurocéntricos de valor, aplicados durante mucho tiempo al arte de diferentes regiones y registros estéticos –es decir, las bellas artes, la cultura de masas y las expresiones indígenas–, comenzaron a colapsar. La desestabilización de estas jerarquías creó posibilidades para que surgieran nuevos principios de combinación, lo que exigía la innovación curatorial. Coincidiendo con el fin de la Guerra Fría y las políticas financieras desreguladoras del neoliberalismo, la “desregulación de la imagen” también permitió la globalización de los mercados del arte, lo que aceleró aún más la mezcla de genealogías estéticas locales y regionales. En el capítulo 1, “Tradición y deuda”, analizo una variedad de formatos de exhibición y estrategias estéticas de pastiche o ensamblaje desarrollados a finales de los años ochenta y noventa. En Occidente, estos esfuerzos se llamaron “posmodernos”, mientras que en otros lugares a menudo se descartaron como “derivaciones”. Considero estos formatos como un lenguaje estético genuinamente global destinado a recalibrar jerarquías modernistas de larga data. Estas nuevas combinaciones requirieron nuevas formas de narrar las historias del arte, algo que abordo en el capítulo 2, titulado “Sincronización”. Aquí rastreo el modo en que los diferentes ordenamientos de las obras que constituyen el “arte contemporáneo global” deben entenderse como surgidos de tres genealogías modernas diferentes, que se desarrollan en oposición dialéctica con el modernismo euronorteamericano. Las categorizo así: lo moderno poscolonial (típico de zonas que vivieron el asentamiento colonial, como áfrica, donde los artistas se distanciaban de las tradiciones indígenas y, a su vez, resultaban excluidos de la formación europea), el realismo socialista (típico de China y la Unión Soviética, por ejemplo, donde el modernismo significó el desarrollo de un nuevo modo de recepción de masas, más que la innovación formal, característica del modernismo europeo) y el under (en regiones como Latinoamérica y Europa del Este donde hubo una fuerte conexión con el modernismo europeo, cuyo acceso a un público más amplio resultó bloqueado por los gobiernos autoritarios). Sostengo que estas genealogías modernas, surgidas en diferentes lugares del mundo durante comienzos y mediados del siglo XX, están sincronizadas unas con otras, así como con el modernismo occidental, para producir lo que llamamos “arte contemporáneo global”. Considero tal sincronización un proceso marcadamente político –en oposición a la noción de contemporaneidad multicultural o de amable convivencia, en la que se imagina que las obras de diferentes lugares coexisten unas junto a otras en el entorno neutral del espacio blanco de la galería–. Tal como ocurre en la industria con la tercerización de una producción “flexible”, la sincronización de distintas formas globales de modernidad y modernismo puede ser algo violento y opresivo para muchos, así como económicamente provechoso e incluso potencialmente liberador para otros. De hecho, las formas globales de sincronización, en tanto mecanismo económico, han conducido a niveles inéditos de desigualdad de ingresos en los que el arte, en su papel de trofeo para los ultra ricos, participa inevitablemente. Tales sincronizaciones requieren nuevas narrativas históricas que van más allá de los modelos historicistas de sucesión de movimientos (o críticas) que todavía caracterizan a gran parte de la historia del arte occidental.

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