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1. Tradición y deuda

El año 1989 fue un año decisivo, testigo tanto del colapso de la pretensión maniquea, efecto de la Guerra Fría, de dividir el mundo en dos zonas geopolíticas distintas y de la consolidación de una nueva forma de poder político que había ido ganando terreno a lo largo de la década del ochenta. Este poder, el neoliberalismo, operó a partir de la apertura radical de los mercados mundiales y, de forma complementaria, a partir de la introducción de la especulación financiera y la privatización en áreas consideradas, hasta el momento, como responsabilidad de los gobiernos soberanos (como prisiones, servicios públicos y otros sistemas de infraestructura). El lugar del imperialismo formal fue ocupado por la capacidad financiera de los acreedores del mundo desarrollado (ya sean ONG como el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio o bancos comerciales con sede en las capitales de Occidente) de gobernar a través de la deuda. Las herramientas de esa gobernación exceden el simple otorgamiento de préstamos. Para recibir fondos, las naciones endeudadas de Latinoamérica, Europa del Este, Asia oriental y África se sometieron mayoritariamente a exigencias de “ajustes estructurales” en su política monetaria, que con frecuencia incluían la desregulación del mercado para facilitar una intensa inversión extranjera, así como la privatización de las funciones públicas que mencioné antes.7 Uno de los efectos de esta desregulación financiera ha sido una suerte de recolonización económica de los Estados-nación en el Sur Global por parte de los antiguos poderes coloniales, en una maniobra tan neoliberal como neocolonial por controlar las políticas nacionales y regionales a través del garrote de la deuda, una fuerza que es tanto moral como financiera.

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