Читать книгу Sexualidad y violencia. Una mirada desde el psicoanálisis онлайн

34 страница из 43

Hay situaciones en las que la violencia se presenta directa, brutalmente, y hay estados de violencia que en ocasiones preceden o anuncian el desencadenamiento de la violencia abierta, hasta ese instante latente. Cuando se instala con carácter estable lo que vulgarmente se define como un «clima de violencia», generalmente esto da cuenta de un malestar social que puede desembocar en un estallido, a menos que el poder que representa el amo y los grupos que se enfrentan a él consigan reformular la funcionalidad de los lazos sociales hasta entonces vigentes. En determinadas circunstancias el grado de violencia latente se conjuga en términos de pactos no escritos entre quienes —al menos formalmente— representan el poder coactivo del Estado, y ciertos colectivos, en algunos casos organizados y en otros informales, cuya mera existencia constituye un desafío al orden social y sin embargo es tolerada en la medida en que sus acciones no traspasen ciertos límites. Un ejemplo es el fenómeno del funk brasileño, la música que nació en las favelas de Rio de Janeiro a finales de los años ochenta y que se ha extendido a San Pablo, donde reina en el barrio irónicamente bautizado como Paraisópolis, donde se dan cita negros y blancos pobres para bailar y escuchar las canciones con letras provocadoras en las que se glorifica a los narcotraficantes y se insulta a la policía. No se paga entrada, se mercadea y consume abiertamente marihuana y cocaína, y la policía se mantiene alejada aunque ocasionalmente interviene para hacer ver que no ha perdido por completo el control de la situación. En los hechos funciona como un caos organizado donde el verdadero control lo ejerce el autodenominado Primer Comando de la Capital, considerado el mayor grupo criminal de América Latina, con vínculos con la Camorra napolitana y la N´drangheta calabresa. Se calcula que el PCC tiene unos 35 000 miembros —se llaman hermanos entre sí— organizados en una estructura muy jerarquizada, con sus propios «tribunales de justicia» para imponer su ley tanto entre sus miembros como contra quienes les disputan su territorio. La represión violenta y sistemática de las manifestaciones culturales de origen africano, localizadas principalmente en las zonas habitadas por negros y blancos pobres, son parte de una política de Estado en Brasil tendente a contener dentro de ciertos límites las periódicas explosiones de protesta social a fin evitar su deriva violenta. Paradójicamente, durante la pandemia del Covid-19 que arrasó —literalmente— el país durante el año 2020, ante la inopia de las autoridades estatales y federales, fue el PCC quien se ocupó de disciplinar a la población a fin de evitar una mayor extensión del virus, tanto en las favelas de San Pablo como en Rio de Janeiro. Un fenómeno similar se ha dado en El Salvador —uno de los países más violentos del mundo—, donde son las maras las que imponen su autoridad de facto para que la gente no se exponga rompiendo el confinamiento en un país que cerrará el año 2020 con 20 muertos cada 100 000 habitantes. No son los únicos países donde son los criminales quienes aseguran un orden que les garantiza que su clientela no se pierda por culpa del virus.

Правообладателям