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[…] solo es posible engañar a la violencia en la medida de que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca29.

Tanto la agresividad como la violencia son fenómenos transversales y transclínicos, lo que significa que sus protagonistas tienen orígenes sociales muy variados, y sus acciones pueden encuadrarse en el marco de las diversas estructuras psicopatológicas.

Reducir la violencia a unos niveles aceptables implica la existencia de una autoridad que cumpla una función arbitral entre los grupos enfrentados, de tal modo que excluya las guerras de exterminio, porque la guerra total, en cuanto persigue la aniquilación del enemigo, es la antítesis del lazo social, que solo se sostiene en base a la alteridad. No hay lazo posible sin el Otro.

De los tres elementos fundamentales, que según Max Weber, distinguen al Estado Moderno, dos muestran signos de estar en retroceso: la centralización del poder y el monopolio de la fuerza, mientras que el tercero, la burocracia como cuerpo técnico profesionalizado imprescindible para que la maquinaria funcione, no deja de crecer. La centralización supuso el fin de la fragmentación territorial y la consiguiente pérdida de poder de los señores feudales, debilitados al mismo tiempo por la desaparición de los ejércitos privados con los que se enfrentaban unos a otros, obligados a fundirse en una única fuerza armada bajo el mando de quien estuviera al frente del Estado. También está en crisis el concepto de soberanía, cuyos principios teóricos surgieron finales del siglo XVI y comienzos del XVII gracias a pensadores como Hobbes y Locke en Inglaterra y Bodin y Leyseau en Francia, naciones cuya unidad estaba ya consolidada, y que a partir de los Tratados de Westfalia se incorporó como una propiedad más del Estado Moderno. Desplegándose en dos direcciones complementarias, hacia dentro del Estado manteniendo el poder unificado y centralizado, y hacia el exterior, para regular las relaciones con las demás naciones; la noción de soberanía incorporada por el constitucionalismo liberal como residenciada en la voluntad de los ciudadanos, quienes la ejercen a través de sus representantes, choca con la complejidad de sociedades plurales en las que se cuestiona cada vez más la eficacia de los mecanismos de representación. La multiplicidad de asociaciones y grupos existentes en la sociedad civil en las que los sujetos se anudan a través de lazos sociales muy diversos —un hecho que en sí mismo habla de su vitalidad—, potenciados por las posibilidades de comunicación e intercambio que ofrecen las redes, ha transformado la relación entre la ciudadanía y el poder convirtiendo el sistema político en una poliarquía, lo que supone una recolocación de las identidades y una modificación de la relación entre la sociedad política y la sociedad civil que conduce a una construcción transversal de la subjetividad. Ya no es posible en un régimen democrático tomar las decisiones que conciernen a asuntos importantes como si se tratara de un ukase, un decreto real al que los sujetos han de obedecer porque así lo ha decidido la autoridad, por legítima que sea, como se ha demostrado a lo largo del último decenio en diferentes países donde ciertas decisiones gubernamentales han sido y son cuestionadas por la vía de los hechos, al margen de las instituciones.

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