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Hemos oído la historia: Por falta de un clavo se perdió la herradura; por falta de la herradura se perdió el caballo; por falta del caballo se perdió el jinete; por falta del jinete se perdió la batalla; por falta de la batalla se perdió la guerra. Recuerdo mi angustia cuando oí que Bill Vukovich, el mejor piloto de su época, se mató en un accidente en las 500 millas de Indianapolis. Posteriormente se descubrió que el fallo se debió a un pasador que costaba 10 centavos.

Bill Vukovich controlaba de manera asombrosa los coches de carreras. Era un magnífico conductor. Sin embargo, no era soberano. Una pieza de mínimo valor le costó la vida. Dios no tiene que preocuparse de que haya pasadores de 10 centavos que arruinen sus planes. No existen moléculas indómitas moviéndose libremente. Dios es soberano. Dios es Dios.

Mis estudiantes comenzaron a ver que la soberanía divina no es un asunto peculiar al calvinismo, ni siquiera al cristianismo. Sin soberanía, Dios no puede ser Dios. Si rechazamos la soberanía divina, entonces debemos abrazar el ateísmo. Este es el problema que todos afrontamos. Debemos aferramos con todas nuestras fuerzas a la soberanía de Dios. Sin embargo, debemos hacerlo de tal manera que no violemos la libertad humana.

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