Читать книгу Cosas que no creeríais. Una vindicación del cine clásico norteamericano онлайн
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En el límite: Borderline
No es del todo improcedente que una película muda de 1930 se titule precisamente Borderline (“frontera” o “límite”): la que llevó a la pantalla el crítico, novelista, fotógrafo y eventual cineasta Kenneth Macpherson se sitúa, en efecto, justo en la no del todo infranqueable línea que separa el cine mudo del sonoro; y supone, como otras películas en ese momento clave de transición, un excelente ejemplo de las posibilidades expresivas que había alcanzado el cine antes de la generalización del sonido. La protagonizaron el cantante negro Paul Robeson y la poeta norteamericana Hilda Doolittle, que solía firmar sus escritos como “H.D.” y que, en consecuencia, eligió para esta única incursión cinematográfica un nombre que respondía a esas mismas iniciales: Helga Doorn. Macpherson era su amante, a la vez que esposo de la millonaria Bryher (Annie Winifred Ellerman), que financió el filme y que también tenía sus lazos sentimentales con la poeta.
Los tres constituían el núcleo de Pool, una especie de sociedad de artistas de vanguardia entre cuyos intereses ocupaba un lugar preeminente el cine y que promovió la publicación, entre 1927 y 1933, de Close Up, un temprano ejemplo de revista especializada dedicada al séptimo arte, y que ya en su primer número declaraba su preferencia por el cine soviético —“nos causaban náuseas las novelas y obras de teatro rusas (…), pero Potemkin y Aelita terminaron con eso. Rusia había tocado la tecla” (Macpherson 1927, 7)— y el alemán —del que se elogia expresamente, en la nota editorial que abre dicho número, La calle sin alegría (Die Freudlose Gasse, 1925) de G. W. Pabst. Del cine americano y británico se criticaba su funcionamiento como mera industria y el predominio del técnico especializado sobre el artista, por más que el editorialista —el propio Macpherson— no tenía reparos en elogiar Avaricia (Greed, 1924), en la que Erich Von Stroheim habría “llevado el espíritu alemán a América”, entendiendo quizá por “espíritu alemán” (“German mind”) no tanto el viejo Expresionismo, como un tipo de naturalismo muy afín al de Pabst: “Gente infeliz y reprimida, horribles familias que hacen lo que las horribles familias, meriendas campestres en los días festivos en los suburbios, visitas ceremoniosas, demasiados niños maleducados que berrean, se pelean y son azotados”; componiendo un escenario en el que Stroheim “arrojaría a la Viuda Alegre y toda su empalagosa bobería” (12). Igualmente, Bryher firmó en el mismo número un artículo en el que se mostraba elogiosa con The Big Parade (El gran desfile, 1925), la grandiosa película de Vidor sobre la I Guerra Mundial: “Tras haber visto la película siete veces,” —dice la reseñista— “se mantiene la primera impresión de que la grandeza de El gran desfile reside en las primeras escenas: cómo todo el mundo se deja arrastrar por algo que no termina de entender, el alistamiento mediante el mero hipnotismo de masas, la inconsciente pero palpable crueldad de muchas mujeres que tenían una visión romántica, y no realista, de la guerra: toda una lección para quienes tienen ojos para leer la necesidad de una verdadera educación de la gente, en vez de la rutinaria fijación de unos pocos hechos, y ninguna idea, en centenares de escolares” (Ellerman 1927, 17).