Читать книгу Cosas que no creeríais. Una vindicación del cine clásico norteamericano онлайн
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II
UN PRIMER CLASICISMO
Solo ante el peligro
Talkies: la sorprendente plenitud de un arte nuevo
Frente a la opinión generalizada de que las primeras talkies —películas habladas— eran teatrales y torpes y supusieron una regresión respecto a la madurez expresiva alcanzada por el cine mudo, la evidencia demuestra que la edad de oro del cine clásico norteamericano empieza justo con la década que se inaugura con la rápida implantación del cine sonoro. Menos de un lustro, en efecto, media entre el estreno de El cantor de jazz (The Jazz Singer, 1927), el primer largometraje que incluyó escenas habladas y cantadas, y la ininterrumpida sucesión de grandes comedias y melodramas —hablados, por supuesto— que ocupó prácticamente la totalidad de la década de los 30. En esa coyuntura se registran dos asombrosos acontecimientos estéticos de gran magnitud y carácter complementario: la liquidación prácticamente instantánea de un arte en la plenitud de sus recursos, como lo era el cine mudo, y la aparición, también casi instantánea, de un cine sonoro ya maduro y consciente de sus posibilidades; queremos decir que, en lo que va de 1927 a 1932, se constata la desaparición del arte que dio lugar a cimas como Amanecer (Sunrise, 1927) de Murnau o Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) de King Vidor y la maduración del que tendrá como exponentes a realizadores como Lubitsch, Cukor o Gregory La Cava, entre otros muchos. Y eso a pesar de que, como habíamos comentado en un capítulo anterior, la primera consecuencia técnica del empleo del utillaje necesario para la realización de películas sonoras fue una palpable disminución de la movilidad de la cámara. De nuevo, la explicación de que este aparente retroceso técnico no tenga como resultado un conjunto de producciones lastradas por una sobrevenida carencia expresiva es la misma que dábamos a la rápìda madurez artística alcanzada por el cine mudo: como artistas que dependen de un determinado entorno técnico, los cineastas rápidamente asumieron las nuevas condiciones y actuaron en consecuencia. Los mejores, por otra parte, no renunciaron del todo a la herencia del cine anterior y alternaron en sus producciones secuencias que se ajustaban plenamente a las necesidades de la sonorización con otras en las que aprovechaban el lenguaje aprendido del cine meramente visual: en La diligencia (Stagecoach, 1939) de John Ford, por ejemplo, las secuencias de naturaleza teatral en la que los personajes dialogan en un espacio cerrado se alternan eficazmente con otras en las que la narración se apoya en recursos puramente visuales, que incluyen la utilización dramática de determinados efectos o colocaciones inusuales de la cámara, como sucede en las arriesgadas tomas de la diligencia en movimiento debidas al operador Yakima Canutt, o del montaje, como en la dramática secuencia final en la que el protagonista se enfrenta a los pistoleros que han matado a su padre y hermano.