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En 1990 se recupera de nuevo a Miguel Delibes, cuyas novelas habían propiciado algunas de las mejores películas de la transición: La guerra de papá (1976), a partir de El príncipe destronado, y la ya citada Los santos inocentes (1984). Ahora se acomete la adaptación de El Tesoro y La sombra del ciprés es alargada, aunque no con demasiada fortuna.

Un año después, las fuentes literarias se diversifican y encontramos filmes basados en crónicas periodísticas (La noche más larga, sobre el libro de Pedro J. Ramírez), en cuentos tradicionales (Marcelino, pan y vino, remake de la versión clásica de los cincuenta), en bestsellers de ficción (Beltenebros, El rey pasmado, Cómo ser mujer y no morir en el intento) e incluso en libros de pensamiento: El cielo sube se realizó sobre Oceanografía del tedio, de E. D’Ors.

En 1992, por último, conocimos adaptaciones sobre textos teatrales de enorme éxito, aunque menos recientes: Una mujer bajo la lluvia (basada en La vida en un hilo, de Edgar Neville), y Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?, pieza de Adolfo Marsillach que llevaba casi once años en escena. Junto a ellas, volvieron también las novelas de escritores de renombre: Pérez-Reverte (El maestro de esgrima), Álvaro Pombo (El juego de los mensajes invisibles, versión fílmica de su novela El hijo adoptivo) o Vázquez Montalbán (Los mares del Sur y —atención— El laberinto griego: esta última fue escrita primero como guion y elaborada luego como novela por él mismo). En 1993 se trabajan adaptaciones con alto presupuesto y a partir de escritores conocidos: La tabla de Flandes, de Pérez-Reverte, producida con capital americano; la segunda parte de Cómo ser mujer...; y Ciudadano Max, sobre un texto de Vázquez Figueroa, entre otras.

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