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¿Entonces no tiene sentido —podrá preguntarse alguien— volver, en este contexto, sobre la idea de bien común? Las referencias a este bien, en la discusión constituyente y en el nuevo texto constitucional que resulte de ella, ¿son meras fórmulas retóricas vacías de todo contenido real? Lo serán, desgraciadamente, si es que permanecen en el ámbito de las ideologías abstractas, pues allí es donde los sistemas son irreductibles, las fracturas incurables y los abismos insalvables. Pero el bien común no es un principio ideológico, sino el único fin que causa una auténtica unidad social. Por ello, es posible que tenga un sentido para nuestro momento presente. Pero, para ello, hay una condición indispensable: es necesario sacar a la discusión política de las burbujas de la abstracción ideológica y devolverla al ámbito de las relaciones concretas, pues ellas son las que constituyen la verdadera vida política. Pero las relaciones concretas solo existen en comunidades a escala humana, porque solo en ellas emerge un bien real que diluye la inexpugnabilidad de las posiciones ideológicas: los vecinos se unen —y dialogan políticamente— cuando lo que está en juego es la seguridad de sus hijos en las calles y plazas del barrio, o cuando la paz cotidiana se ve amenazada por la arbitrariedad de un poder extrínseco (el mismo Estado, el crimen organizado, una gran industria, etc.).

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