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Pero tal descentralización será solo el punto de partida, porque la supresión estatal de la comunidad real ha generado una monstruosidad: un individuo que se desentiende de su propio bien —al menos en lo que tiene de común y comunicable con el bien del vecino— y se encierra egoístamente en su mundo privado, del que sale solo para exigir al Estado que se haga cargo de aquellas de sus necesidades que exceden sus fuerzas. Precisamente a causa de esta patología —que hemos sufrido ya por demasiado tiempo—, el retorno del flujo sanguíneo de la política a las comunidades reales será la condición que posibilite una lenta y difícil regeneración del tejido social. Solo desde allí podrá recuperarse una visión común de lo verdadero, lo bello y lo bueno, y solo entonces será posible una concordia política profunda, firme y duradera. ¿Puede un texto constitucional colaborar en esta regeneración? Sí, pero solo si se abandonan los utopismos que aspiran a una sociedad y un hombre nuevos, y se usa esa ley para el limitado propósito de proteger las semillas de la concordia.

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