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El primero es el poder constituyente que actúa con carácter fundacional de un nuevo orden jurídico y político del pueblo, sin respetar el procedimiento que la Constitución vigente ha trazado para modificarla o sustituirla. Es, por consiguiente, un poder absoluto, sin límites, actor de procesos revolucionarios cuya marca distintiva es la rebelión contra el orden vigente, casi siempre empleando la violencia, instalando un gobierno de facto. Curiosa y esencial es la observación de G. Burdeau al enseñar que todo lo que hace y deshace esa especie de poder constituyente es, sin embargo, para entronizar un orden jurídico, es decir, consolidar la revolución mediante una Constitución. A través de la asamblea constituyente se discute, redacta y aprueba la nueva Carta Fundamental, castigándose, desde que entra a regir, toda desobediencia a lo dispuesto en ella.

El poder constituyente derivado o instituido representa igualmente al soberano, pero lo hace con sujeción al procedimiento previsto en la Constitución vigente para reformarla o reemplazarla. Tal modalidad de poder constituyente se encuentra limitada por los trámites, los quorum, plazos y otros requisitos previstos en aquel procedimiento. No es, por lo tanto, omnímodo o sin límites en su actuación, lo cual no impide que, cumplidas las exigencias aludidas, pueda llegar incluso a elaborar una Constitución en gran parte distinta de la precedente, pero nunca como quien escribe un libro en blanco. ¿Por qué? Pues porque este poder constituyente obra dentro del marco del Estado de Derecho, con frenos y contrapesos en el ejercicio de sus atribuciones, de lo cual se sigue que sus decisiones son susceptibles de ser anuladas según el procedimiento y por el órgano judicial competente para hacerlo.

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