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Invariablemente, el poder constituyente de las dos modalidades explicadas tiene que respetar el núcleo esencial configurativo del constitucionalismo. Esto significa comenzar proclamando el valor de la dignidad humana, de los derechos inherentes a ella, de los deberes correlativos y las garantías o recursos que infundan concreción práctica a tal presupuesto de la convivencia civilizada. De allí en adelante aparecerán la división de funciones con frenos y contrapesos recíprocos, el respeto de los tratados internacionales sobre derechos humanos, la independencia de los órganos constitucionales en el servicio de sus funciones y una cierta rigidez para la reforma de la Carta Fundamental, sin llegar a que sea pétrea o difícilmente modificable.

Salvado lo anterior, aparece la duda acuciante que nunca falta al tratar de este asunto. Ella es la siguiente: ¿Quién es el pueblo soberano? ¿Lo es acaso la Nación? La primera alternativa la defendió Rousseau, radicando en cada individuo del pueblo una cuota de la soberanía, la manifestación de la cual, sin límites o con potestad omnímoda e infalible, correspondía a la voluntad general, o sea, a la de la mayoría de los ciudadanos. Por supuesto, esta síntesis de la soberanía popular permite captar que el pueblo de que se trata no existe ni ha existido en ninguna parte, puesto que corresponde a una abstracción simplificadora de la coexistencia de múltiples agrupaciones populares de muy distintos orígenes, medios y aspiraciones. Enfrentados a tal dificultad, los revolucionarios franceses de 1795 aplaudieron la teoría del abate Sieyès, según la cual la soberanía radica en la Nación, es decir, en la unidad histórica y espiritual de los pueblos con rasgo permanente y superior, cuya voluntad se manifiesta a través de representantes elegidos, periódica y libremente, por los ciudadanos.

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