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… Es probable que George no insista. En lugar de eso, debe preguntarle al hombre si siempre duerme ahí. El hombre dice que sí, que duerme en ese sitio porque no tiene casa. Antes pasaba las noches en la playa, dice: dormía a la intemperie; hacía mucho frío, incluso ahora en verano, corre mucho viento, dice: el viento corre, a uno lo cala.
Buena parte de la conversación es banal, sin dirección, no vale la pena referirla. Al rato el hombre le pregunta si sabe cuándo se incendió la casona. George responde que hace más de veinte años. El hombre dice: la primera vez que entré, había cadáveres de perros y gatos esqueléticos y ratas y ratones muertos y lo único con vida eran los gusanos, las arañas y las cucarachas; boté los cadáveres pero el olor no se va. Su acento le recuerda a George el de su madre. ¿Hace cuánto duermes aquí?, pregunta. Ya va a ser un año, dice el otro. (¿En el sótano la oscuridad es densa, fúnebre, la luz de la vela desfallece?). Siempre duermo acá abajo, sigue hablando el hombre; vengo de noche, me voy a esta hora. Se sienta en el colchón. Allá hay una silla, dice: allá a tu lado; estira la mano y la vas a tocar. ¿Tienes más velas?, pregunta George. Encima de la silla, dice el hombre. George coge las velas y se sienta. El otro las prende con la que lleva en la mano, pone dos botellas en el piso, como candelabros.