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… La escalera chirria y cede a cada paso y a partir de un punto no hay peldaños: trepa enroscado al pasamanos. Arriba todo está igualmente asolado. Inspecciona las habitaciones y encuentra otra escalera, un poco menos destruida que la primera, que sube al mirador. Desde ahí ve la casita rosada de Ariadna, el jardín trasero, tan inmaculado y perfecto como el otro, un jardincito de un verde artificioso…

… No debe ser mucho después, a lo sumo dos semanas, que encuentro a George en un restaurante de Miraflores. (Calculo que es en marzo, porque para entonces los chicos del taller y los chicos de San Marcos y la Católica lo buscan a la entrada de los cines, lo siguen por todas partes, ven las películas que él aprueba, leen los libros que les recomienda, se juntan en bares para escucharlo). Más que una conversación, lo de esa noche es un discurso suyo que yo escucho con una sensación no sé si de admiración derrotada o de admiración por la derrota. Porque George habla así: sus palabras suenan triunfales pero su gesto es el de alguien que acaba de perder una batalla o que sabe que está a punto de perderla. Dice que el cine, tal como lo conocemos, es un arte inútil y atrofiado. Lo dice rascándose la cara, pasándose el dorso de los dedos por la barba de varios días. Dice que el cine debe hurgar en las grietas por donde se desmorona la realidad (y agrandar las grietas, para que la realidad se desmorone lo antes posible). Cada vez que dice «realidad», habla de las dunas de un desierto y de la arena que resbala entre las copas de un reloj de arena. No usa la frase «reloj de arena» sino la palabra «clepsidra», que en sus labios parece una palabra en otro idioma. Dice que hay excepciones y nombra a Buñuel y se queda en silencio y nombra a Kirsanoff (para marzo, todos los chicos del taller buscan películas de Kirsanoff: no encuentran ninguna). El hielo repica en el vaso de whiskey y George parece seguir hablando de cine pero en algún momento ha comenzado a hablar sobre dictaduras latinoamericanas. Nombra a Stroessner, a Pinochet, a Videla. Pide otro whiskey: una mano raquítica lo pone sobre la mesa. Cuando menciona a los dictadores, lo hace de tal modo que todos parecen un mismo personaje. Las historias que cuenta sobre ellos suenan como resúmenes de películas que ha visto alguna vez, en un tiempo remoto, proyectadas contra un muro y proyectadas, además, unas encima de las otras (pero no es que no sepa de qué está hablando: es que esa es su manera de saber).


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