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Si diciendo estas cosas corrompo a la juventud, es preciso que estas máximas sean una ponzoña, porque si se pretende que digo otra cosa, se os engaña o se os impone. Dicho esto, no tengo nada que añadir. Haced lo que pide Ánito, o no lo hagáis; dadme libertad, o no me la deis; yo no puedo hacer otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces… Pero no murmuréis, atenienses, y concededme la gracia que os pedí al principio: que me escuchéis con calma; calma que creo que no os será infructuosa, porque tengo que deciros otras muchas cosas que quizá os harán murmurar; pero no os dejéis llevar de vuestra pasión. Estad persuadidos de que si me hacéis morir en el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal no será solo para mí. En efecto, ni Ánito, ni Méleto pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar a muerte, o a destierro, o a la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos a los ojos de Méleto y de sus amigos; pero yo no soy de su dictamen. A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Ánito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir a un inocente.

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