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En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor a mi persona por lo que yo me defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor a vosotros; porque condenarme sería ofender al Dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenienses, no encontraréis fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda a esta ciudad (la comparación os parecerá quizá ridícula) como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos los días, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro hombre que llene esta misión como yo; y si queréis creerme, me salvaréis la vida.

Pero quizá fastidiados y soñolientos desecharéis mi consejo, y entregándoos a la pasión de Ánito me condenaréis muy a la ligera. ¿Qué resultará de esto? Que pasaréis el resto de vuestra vida en un adormecimiento profundo, a menos que el Dios tenga compasión de vosotros, y os envíe otro hombre que se parezca a mí.

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