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—Alcibíades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre a otras mayores ventajas?, se me figura que querrías más morir. He aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses, cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro continente.

Pero si ese mismo dios te dijera:

—Alcibíades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia, creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y Jerjes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad.

Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por esto mismo no dejarás de preguntarme:

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