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ALCIBÍADES. —Pero quizá me engañé cuando te dije que no la había aprendido por mí mismo.

SÓCRATES. —Pues entonces, ¿cómo la has aprendido por ti mismo?

ALCIBÍADES. —Creo, que la he aprendido como los demás.

SÓCRATES. —¿Otra vez volvemos a empezar? ¿De quién la has aprendido? Habla.

ALCIBÍADES. —Del pueblo.

SÓCRATES. —Mal maestro me citas.

ALCIBÍADES. —Qué, ¿el pueblo no es capaz de enseñarla?

SÓCRATES. —¡Bien libre está!, si no es capaz de enseñar a juzgar bien sobre las jugadas de un tablero, ¿cómo ha de enseñar lo que es justo o injusto, que es mucho más difícil? ¿No lo crees tú como yo?

ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —¿Y si no es capaz de enseñarte cosas de tan poca consecuencia, cómo te ha de enseñar las que son más importantes?

ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen; sin embargo, el pueblo es capaz de enseñar muchas cosas muy superiores a este juego.

SÓCRATES. —¿Cuáles?

ALCIBÍADES. —Nuestra lengua, por ejemplo, yo no la he aprendido de nadie sino del pueblo, sin que pueda nombrar ni un solo maestro; y esta enseñanza se la debo a él, a pesar de tenerlo tú por un mal maestro.

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