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ALCIBÍADES. —Dices verdad.

SÓCRATES. —¿No es ésta misma diversidad sobre lo justo y lo injusto la única causa que ha hecho perecer a tantos atenienses, lacedemonios y beocios en la jornada de Tanagra,[3] y después de esta en la batalla de Coronea,[4] donde recibió la muerte tu padre?

ALCIBÍADES. —¿Podrá nadie negarlo?

SÓCRATES. —¿Nos atreveremos a decir que el pueblo sabe bien una cosa sobre la que disputa con tanta animosidad, dejándose llevar de los más funestos arranques?

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —¡Ah!, ¡mira los maestros que nos citas; en el acto mismo reconoces su ignorancia!

ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿Qué trazas hay de que tú sepas lo que es justo o injusto, cuando se te ve tan indeciso y tan fluctuante, y cuando ni lo has aprendido de los demás, ni lo has descubierto por ti mismo?

ALCIBÍADES. —Ninguna traza hay, según tú dices.

SÓCRATES. —¿Cómo, según tú dices? Hablas muy mal, Alcibíades.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —¿Sostienes que soy yo el que dice eso?

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