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ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Y si en una nave un hombre, sin tener ni buen sentido ni la habilidad de piloto, se toma la libertad de hacer lo que le parezca, tú mismo ves lo que no puede menos de suceder a él y a todos los que a él se entreguen.

ALCIBÍADES. —No podrán menos de perecer todos.

SÓCRATES. —Lo mismo sucede con todas las ciudades, repúblicas y todos los poderes; si están privados de la virtud, su ruina es infalible.

ALCIBÍADES. —Imposible de otra manera.

SÓCRATES. —Por consiguiente, mi querido Alcibíades, si quieres ser dichoso tú y que lo sea la república, no es preciso un gran imperio, sino la virtud.

ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.

SÓCRATES. —Y antes de adquirir esta virtud, lejos de mandar, es mejor obedecer, no digo a un niño, sino a un hombre, siempre que sea más virtuoso que él.

ALCIBÍADES. —Eso me parece cierto.

SÓCRATES. —Y lo que es mejor, ¿no es lo más precioso?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y lo que es más precioso, ¿no es lo más conveniente?

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

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