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ALCIBÍADES. —Es una consecuencia necesaria.

SÓCRATES. —¿Un hombre semejante puede ser alguna vez un buen hombre de Estado?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Ni puede ser tampoco un buen administrador para gobernar una casa?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Ni sabe lo que hace?

ALCIBÍADES. —Nada sabe.

SÓCRATES. —No sabiendo lo que hace, ¿es posible que no cometa faltas?

ALCIBÍADES. —Imposible, ciertamente.

SÓCRATES. —Cometiendo faltas, ¿no causa mal en particular y en público?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Haciendo mal, ¿no es desgraciado?

ALCIBÍADES. —Sí, muy desgraciado.

SÓCRATES. —¿Y aquellos a cuyo servicio se consagra?

ALCIBÍADES. —Desgraciados también.

SÓCRATES. —¿Luego no es posible que el que no es ni bueno, ni sabio, sea dichoso?

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —¿Todos los hombres viciosos son entonces desgraciados?

ALCIBÍADES. —Muy desgraciados.

SÓCRATES. —¿Luego no son las riquezas, sino la sabiduría la que libra al hombre de ser desgraciado?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Por lo tanto, mi querido Alcibíades, los Estados para ser dichosos no tienen necesidad de murallas, ni de buques, ni de arsenales, ni de tropas, ni de gran aparato; la única cosa de que tienen necesidad para su felicidad es la virtud.

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